Tras una breve reunión del grupo para analizar diversas alternativas de emergencia, entre las cuales se desechó por inviable el enviar a alguien a pie a través del desierto en busca de ayuda, se optó por lo que pareció menos insensato: desarmar por completo el camión para subir arrastrando mediante cuerdas todas sus partes y demás elementos que transportaba hasta el otro lado de la hondonada.
Esta complicada y poco grata tarea era lo único factible de realizar con las escasas fuerzas y medios que se disponía, pero al menos a su favor el grupo contaba con que la mecánica de los vehículos de la época era mucho más simple que hoy en día, facilitándose de algún modo el desarme y posterior rearmado del camión. Y tal como se planeó se hizo. Se procedió a descargar y desarmar cuidadosamente parte por parte el camión, para luego con santa paciencia amarrar y arrastrar cuesta arriba con cuerdas, una a una, el motor, la caja de cambios, los ejes, el chasis, el radiador, las ruedas, la cabina, la plataforma, etc., amén de la carga, tambores de agua y combustible, la fragua, el yunque, el carbón y demás elementos transportados por los expedicionarios.
Tras tan ardua e ingrata tarea de subir todo pacientemente hasta el otro borde de la hondonada, los sufridos viajeros se entregaron a la poco estimulante, lenta y precaria labor de armar nuevamente el camión para volver a ponerlo en condiciones de funcionamiento.
Comprobado que todo estaba bien y el vehículo volvía a la vida como una vulgar ave Fénix de los años 30, luego de haber estado convertido durante unos días por la fuerza de las circunstancias en solo un montón de fierros viejos, se volvió a cargar todo lo transportado por los expedicionarios y así continuaron el viaje rumbo a la blanca ciudad de Antofagasta, puerto al cual finalmente llegaron entierrados y quemados por el implacable sol pampino, pero sanos y salvos.
Bruno decía que pasaron muchos años desde aquella aventura, hasta
que un día se le ocurrió con unos amigos rehacer en un jeep la |
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vieja ruta seguida junto a su padre cuando él era niño. Al llegar al lugar de la famosa hondonada y a pesar de los años transcurridos, encontraron allí las huellas y manchas de grasa y aceite que, mudos testigos de esa hazaña, aún subsistían como testimonio fiel del esfuerzo de estos verdaderos héroes anónimos que como muchos otros, un día arriesgaron y siguen aún hoy arriesgando silenciosamente sus vidas en diversas partes del territorio nacional en pro del desarrollo y progreso de nuestro largo y flaco país.
Como humorístico corolario a esta historia, Bruno Rositto me dijo al terminar su relato que aún conservaba el viejo camión arrumbado en algún rincón de Tocopilla, el cual pensaba quizás restaurar y sacar a la calle como carro alegórico si se celebraba alguna vez de nuevo la fiesta de la primavera. |